sábado, septiembre 05, 2009

MI TÚNEL DEL TIEMPO


Desde pequeño nunca me han gustado los túneles, ni las cavidades subterráneas (quizá deba excluir las bodegas). Después con la puesta de pantalones largos no cambió mi apreciación de los mismos. Y ahora que peino canas, siguen sin gustarme. Me agobian, mi oprimen el estómago, necesito el cielo abierto. Por ello cuando debo transitar por uno de ellos, anhelo con ansia la luz del otro extremo.
Ahora que ya ha pasado un mes desde mi última sesión de calor apasionado, puedo mirar atrás sin recelo, sin la inquietud de que vuelvan a resurgir nuevos temores.
Durante 25 jornadas he transitado por mi particular túnel del tiempo camino de la cámara de los miedos. Billete único de ida y vuelta.
Estrecho, altura justa para los de mi talla, iluminado, con cierta inclinación hacia lo desconocido (el primer día) para acabar en un bunker de doble sala. La primera con sillones gastados por el peso de cuerpos doloridos y un receptor de televisión para hacer más llevadera la espera. La segunda sala, más pequeña, con la única entrada de luz natural y sillas supuestamente ergonómicas para los más atrevidos. Y allí en esas salas, demasiados miedos reunidos.
Mis esperas procuraba hacerlas en silencio, con la vista puesta en el libro deseo vivir (un adiós a la vida de 278 páginas), intentando abstraerme del entorno. Conseguí acabar su lectura, pero entre capítulo y capítulo compartí miedos, escuché conversaciones, contemplé resignación, lucha e ilusiones, y comprobé como el dolor y el miedo nos mide a todos con el mismo rasero.
Salvador, 82 años, era como un muñeco grande en una silla de ruedas. La cara amoratada. La mayor parte del tiempo conversaba con Morfeo. Los breves momentos que mantenía los ojos abiertos la mirada se le perdía en algún punto fijo. Sus manos me recordaban las de mi padre.
Montserrat, la yaya mecánica, pura chispa. Su acompañante decía que era incombustible.
Francesc, 84 años, de Terrassa. Comentó que al cumplir los 80 había colmado sus esperanzas. Todo el tiempo añadido, un regalo, incluso los seis meses que llevaba pegándose con el cáncer. Creo recordar que fue el único que empleo la palabra, el resto la evitaba.
Carles. Puede que tuviese mi edad. No podía hablar, su garganta solo emitía sonidos residuales, como un desagüe. Se acompañaba de una pizarra. Se la vi usar pocas veces, pero lo tenía claro: la vida por amarga que sea, hay que estrujarla. Su semblante siempre era sonriente. No así el de su acompañante, su mujer, triste, apagado.
Había una pareja que mantenían las manos cogidas hasta que por megafonía lo llamaban. Se miraban, una sonrisa y cada uno para un lado. El, en busca de su calor apasionado y ella mientras salía al exterior para apurar un cigarrillo. Alguna vez los había visto a mi llegada cuando salían de la clínica, y una vez más, las manos entrelazadas.
Había un grupo que llegaban todos juntos en ambulancia, desde Mollet y alrededores. Siempre con la misma cantinela: hacían apuestas de a quien llamarían primero y quien cerraría el turno de espera. Tres buscaban un sitio entre los sillones para poder seguir Pasa Palabra, los otros dos preferían la rigidez de las sillas, les permitía incorporarse sin la ayuda de nadie.
Yo, creo que gestioné mis miedos con relativo aplome. Cuando mi nombre sonaba por megafonía un resorte me empujaba hasta la puerta del bunker, entraba, una profunda respiración, un saludo, y paso ligero hasta un estrecho y frío vestuario. Me desnudaba el torso y durante unos largos segundos esperaba oír mi nombre. Abría la puerta, aceleraba nuevamente el paso, pasaba la puerta acorazada de la cámara donde Susana y Sergi me esperaban. Me tumbaba boca abajo en la camilla sobre una sábana de papel blanco, brazos cruzados y la cabeza sobre ellos mirando a un lado. Me colocaban bajo el cañón, buscaban la posición exacta y decían ¡empezamos! Salían y empezaba la sinfonía de sonidos acompasados: el cierre de la puerta, la máquina y sus ajustes, y el disparo: 32 segundos de radio, breves pero intensos. Acabada la sesión, se repetía la rutina: apertura de la puerta, vuelta a separar la camilla del cañón, levantarse, vestuario y salida rápida huyendo de la quema con un ¡hasta mañana! fitipáldico. Entonces lo mejor era encontrar la mirada de mi amada, u oír al otro lado del móvil su voz. Ello me permitía comprobar que otro despertar valía la pena…mañana.

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