miércoles, febrero 08, 2012

aprender a ser abuelo...

...hace unos días, mientras repasaba la prensa escrita y esnifaba el aroma de un ristretto, una voz en off que surgía de la tele me puso en guardia con la frase aprender a ser abuelo. Supongo que la proximidad de mi entrada en una nueva etapa de la vida, ser abuelo, hace que mi radar emocional esté más dispuesto a captar todo aquello que tiene relación con el tema. Pues eso, dejé el periódico de lado y presté atención a la noticia. De entrada parecía interesante. Alguien se había molestado en escribir un libro sobre la experiencia de ser abuelo por primera vez, explicando su experiencia desde el día que le dan la noticia, hasta que su peke (así se refiere a su nieto) alcanza los diez meses de vida. Le dí un vistazo en Internet para ver su operación de marketing, y de entrada me pareció interesante. Adquirí el libro. Que conste que no buscaba un manual de instrucciones ya que los sentimientos los administramos cada uno de forma diferente, pero me picaba la curiosidad ver como Gabriel Masfurroll, el abuelo, me transmitía sus emociones. Tampoco buscaba respuestas a preguntas que todavía no me había planteado. Por ello el libro, que sin ser un dietario (es más un compendio de capítulos sueltos que permite realizar una lectura distendida) me ha defraudado bastante. Yo solo esperaba emociones, y las hay, pero me sobran esas páginas de autobiografía profesional, algo así como un currículum vitae vendiendo su imagen.
Pero volvamos a las emociones, que existen, y factiblemente sean las mismas que he podido sentir yo hasta el momento. Y apoyándose en ellas, las emociones, hace diferentes reflexiones que me han llevado a intentar parar mi tiempo, mi reloj actual, para hacer girar las agujas en sentido contrario acercándome a mis anteriores estadios: hijo y padre. No se si será la forma adecuada de entender y aprender a ser abuelo, pero quizá las mejores lecciones las encuentre repasando las páginas de mi propia existencia donde fui hijo y por tanto nieto, y más tarde padre, lo que me permite contemplar a mis padres y a mis suegros, como abuelos de mis hijos.
De mi primera etapa, la de hijo/nieto, no tengo claro como interpretar mis recuerdos en relación con mis abuelos. Por parte paterna no conocí a la abuela Eladia. No conozco su imagen, no tengo fotos, por lo que solo puedo dejar que mi imaginación construya un olograma a partir de pequeñas deducciones de comentarios varios de los habitantes de Lago, pues la familia pocos detalles aportan. Del abuelo Valente en cambio, son en su mayoría destellos veraniegos, quizá por ello van siempre acompañados de luz, bullicio, ilusiones y aventuras infantiles en el pueblo. Luego, sus últimos años en la ciudad, coincidieron con su decadencia física y mi juventud despistada. Pero es con él con quien mis recuerdos son más numerosos y reales, e incluso puedo rememorar y reproducir su voz en mi cabeza. Voz suave, hablar pausado, acompañado de una mirada, diría protectora, cálida, pero no exenta de severidad cuando el tema lo precisaba. Su piel era blanca salpicada de miles de pecas que el sol había sembrado desde el amanecer hasta que la luna le daba el relevo. ¡Abuelo Valente!, sus vasos de hidromiel, sus paseos por el prado acompañando el ganado, sus visitas al palomar (ahí todavía envío mis sueños por si papá Joaquín va a recogerlos)... ¡Gratos recuerdos!
De los abuelos maternos, Manuel y Salvador, los recuerdos son ínfimos, uno por cada uno de ellos, al igual que el número de imágenes en papel que poseo. Pero las sensaciones son gratas aunque hablen de distancia, de falta de continuidad en el trato. Manuel solía repicar en el picaporte de la calle y entonces mi madre, mi hermano y yo bajábamos, compartiamos unos minutos en la escalera, un beso y una pequeña propina y hasta la próxima vez. Si intento escudriñar esos recuerdos me resulta imposible extraer nada nuevo, es como esos pequeños carruseles metálicos que por mucha cuerda que les des siempre se repiten.
Del abuelo Salvador podría decir lo mismo, aunque con él, el número de imágenes y sensaciones se amplían. El hacia lo mismo cuando volvía del mercadillo, me llamaba a la puerta, bajaba y nos íbamos a comer pescaditos fritos a un bar que recuerdo con nitidez, una barra larga a la izquierda, las mesas de mármol sobre patas de forja, gente, humo y un olor a refrito que lo impregnaba todo... así como la tienda de comestibles de la esquina, el bar los caracoles al otro lado de la calle, el quiosco montado en el interior de una escalera al que solía ir a cambiar los tebeos de hazañas bélicas por 20 céntimos, el capitán Trueno, el enmascarado, el Jabato... Por más que araño en los repliegues de mi memoria no encuentro más hojas de calendario que añadir a mis recuerdos.
La abuela Antonia, la yaya, la matriarca de la familia y de la que durante muchos años fui lazarillo inseparable y su niño de los recados... es la abuela en mayúsculas. Es ella la que de alguna manera aparece en todos mis recuerdos en los que desempeño el papel de nieto... pero ello no significa que el resto de abuelos no tengan su peso especifico. La presencia de la yaya Antonia es una constante en mi infancia, conviví con ella bajo el mismo techo y. difícilmente puedo dejarla al margen de mis nostalgias...
Pero volviendo al tema, "aprender a ser abuelo", espero no necesitar ningún reglamento escrito... dejaré que los sentimientos fluyan, pero que no me desborden, que no me impidan poner seny a mis actuaciones, teniendo en cuenta que ya no me toca educar, sino mimar, eso sí, sin excesos. Me conformo con estar disponible cada vez que Pep precise de l'avi... quizá me ayude a encontrar al niño que perdí, al que no encuentro en mi baúl de los recuerdos...

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